En este mundo que nadie
entiende y que nadie jamás entenderá, con la odiosa humanidad y sus
actitudes fatales, me siento retraída en el más grande y alejado
rincón de una habitación de paredes ensuciadas por gente con las
manos perdidas de sangre, polvo y humo.
Pero esa asfixiante
sensación de ahogo puede ser eclipsada por unos instantes cuando
miro al cielo, que alberga las cosas más hermosas que se pueden ver
desde el lugar en el que estamos, encontrarse con la tierra. Y, a
pesar de la nube de desechos humanos que nubla el esplendor del
firmamento y de las casas y carreteras y coches y luces artificiales
que deforman la estructura de nuestra visión del final de tierra,
cuando miro la delicada y frágil linea que es el horizonte, con la
escala de colores que deja la tenue luz del Sol que da paso a la
actuación de la gran Luna así como de su, a veces, ausencia, algo
en el interior de la parte cenit que pueda tener mi alma se contrae
hasta la inexistencia para después dilatarse, como aquella pupila
que conoce el amor, como la onda expansiva tras una devastadora bomba
nuclear, hasta el más apartado extremo de todo mi cuerpo.
“¿Acaso sólo había
un mundo que soñaba con otros mundos?”
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